Una pequeña descripción de una pelea

El otro día, estaba mirando las novedades que había en Twitter y me apareció una pregunta: ¿Cómo describiríais una pelea? Pues esta es mi descripción, lo más probable es que forme parte de la novela:

La calle y el tatami son dos ambientes totalmente diferentes, en la academia me siento segura porque sé que no es una situación de vida o muerte, es un simple entreno. En la calle… En la calle no entrenas, sobrevives. En la calle debes prestar atención a absolutamente todo lo que te rodea. Justo en esa noche, después de quedar a tomar unas cervezas, me encontraba en una calle estrecha, sin zona peatonal, asfalto y edificios. No había nada a mi alrededor que en ese momento que me fuese a ser útil, la única herramienta válida se encontraba en el suelo, cerca de la mochila. No podía arriesgarme, estaba demasiado lejos.

Notaba su respiración desde la distancia prudente que habíamos establecido, mis pupilas estaban dilatadas, captando cada movimiento, cada objeto del entorno… Me moví con suavidad, me puse de puntillas y moví los tobillos para comprobar la amortiguación. Coloqué las piernas algo más separadas que los hombros, derecha delante e izquierda detrás. Cerré los puños y los coloqué delante de mí. Mira el pecho, me recordé. Pero no podía dejar de mirarle a los sus ojos impasibles, estaba tranquilo, ¿cómo no lo iba a estar delante de una mujer? Entornó la mirada al observar el matiz de terror que se asomaba en mi expresión, su comisura derecha del labio se alzó sutilmente, y empezó a andar hacia mí.

  • No des ni un solo paso más, o te mato – le advertí, retrocediendo para seguir manteniendo las distancias. Me relajé cuando vi el cese de sus pasos y se quedaba quieto mirándome con pegajosidad, asqueroso. Es un hombre cualquiera, tú has sido entrenada para defenderte, recordé. Estaba ansiosa por verle cometer un error y así acabar con él y esta situación.

Empecé a moverme, para estudiar sus movimientos, alzaba las manos y las posicionaba muy cerca de la cara, con los codos algo pegados a los lados del cuerpo. Sus piernas no estaban bien colocadas, es más, su tendencia era cruzarlas cuando nos movíamos derecha e izquierda. No sabe luchar, pensé aliviada. Empezó a golpear, sin tener un objetivo, sin tener un buen movimiento de cadera, con lo cual era fácil desplazarse hacia atrás para evitar el golpe.

Asumí demasiado deprisa que la victoria me pertenecía, y eso te puede costar la vida en una pelea real. Soltó una patada demasiada bien hecha para lo poco que sabía pelear, justo en mi rodilla izquierda. Los segundos se volvieron minutos, noté a la perfección como la rótula y tejidos colindantes se desplazaban de su lugar natural con brusquedad y sequedad, un dolor intenso y punzante me recorrió desde la rodilla hasta el pie, e incluso llegaba a mi pelvis, obligándome a caer en el suelo de espaldas. Aterrada, vi cómo el hombre se colocaba en montada encima de mi diafragma dejando todo el peso de su cuerpo, colocó sus grandes manos sucias y secas alrededor de mi cuello y presionó en el centro.

En esas circunstancias, no puedes pensar en el por qué había sabido colocarse tan bien para dejarme totalmente inhabilitada, ni tampoco en huir. Cuando notas que te falta el aire, notas como te vas menguando poco a poco, es como saborear tu inexistencia. Tu solución… rezar o… aprovechar la adrenalina y la extrema necesidad que tiene cualquier ser vivo de sobrevivir. Si las hormigas pueden seguir andando cuando las aplastas, un humano puede ser capaz de hacer lo mismo, ¿no?

Abrí los ojos a duras penas, el hombre hacía tanta fuerza que salían balas de babas de entre sus dientes torcidos y mugrientos, y se depositaban felizmente en mi cara. Asqueada, con náuseas y con las pocas fuerzas que me quedaban y el poco tiempo de vida útil intenté hacer un puente de glúteo lo más explosivo posible para desequilibrar al enemigo. Cómo era de esperar soltó mi cuello para apoyar las manos y no caer, así que aproveché para deslizarme hacia sus piernas y colocarme en su espalda. Tosiendo y respirando con dificultad, coloqué mis brazos por debajo de las axilas y las manos en los hombros, para evitar que moviese el torso. En cuanto a las piernas… era la parte más complicada, tan solo tenía una pierna realmente operativa. Con un gruñido de dolor puse los dos pies en sus ingles para hacerle un gancho de piernas, tal y como me habían enseñado. Lo cogí con fuerza, sin pensar en el dolor de la rodilla, la tos y una respiración aún forzada.

Tengo que hacerlo ya, pensé. Solté la mano derecha para pasarla rápidamente por delante de su cuello y agarrar mi tríceps izquierdo, antes de que encogiese el cuello o soltase un brazo. Mi brazo izquierdo pasó por detrás de su cuello y le agarró la cabeza. Ambas carótidas estaban siendo presionadas por mi bíceps derecho y mi antebrazo izquierdo. El mata león, se llama. Se movió con brusquedad para liberarse, moviendo la posición de su cuello, dejando libre una de las carótidas para sustituirlas por su tráquea, una mala decisión. Apreté con fuerza, gritando hasta sentir dolor en mi pecho de hecho, me dolía todo. Tanto él como yo notábamos como su vida se iba terminando segundo a segundo, eso le hico reaccionar. Empezó a moverse con mucha más brusquedad hasta que soltó sus piernas. Mierda, pensé aterrada. Rodeé su cintura con ellas y, aún cogido por el cuello, nos caímos del lado izquierdo. Solté un ladrido al notar cómo mi rodilla rota presionaba contra el suelo.

Miré a mi alrededor, vi mi mochila a escasos centímetros de nuestros cuerpos, con todo el contenido de su interior por el suelo. El sacacorchos, pensé. ¿Quién tiene un maldito sacacorchos dentro de la mochila? Pues ese día, por suerte, yo. Alargué el brazo derecho a la velocidad de la luz y lo cogí. Sin pensar, con un golpe seco, duro y profundo, introduje toda la parte de metal en su cerebro. Noté en las terminaciones nerviosas de mi mano cómo crujía el cráneo y rompía tejidos a su paso, una sensación difícil de olvidar.

Me quité el cuerpo inerte de encima con brusquedad y sin tacto, me senté encima y miré con rabia sus ojos sin vida. Cogí el sacacorchos con ambas manos y empecé a destrozarle el pecho y la cara gritando con desolación, rabia y con un sabor agrio a vitoria… Gotas de sangre empezaron a formar parte de mi vestuario y mi cara de aquella noche cada vez que sacaba el sacacorchos y lo introducía una y otra vez. Pero me dio igual.

Sin energía, me tumbé a su lado, jadeando, y le miré. Estaba muy muerto, con la cara irreconocible y lo que quedaba de sus ojos me miraban, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, ver la muerte no era algo fácil, y más si tú has sido la responsable. Mi mirada agotada seguía fija en la suya sin vida, había sobrevivido. Solté una carcajada que acabó en un ataque de tos, hasta que me calmé. Me quedé mirando el cielo estrellado con cierta mueca de dolor, pero con un gran alivio en mis ojos. No sabría decir cuánto tiempo estuve tumbada, pero fue lo suficiente para tener unos momentos de paz, hasta que vino la policía y la ambulancia por un aviso de un vecino o un peatón.

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