La fina línea entre querer vivir y querer morir

Aquella mañana de verano se levantó para ir a trabajar como enfermera en la posta sanitaria de la playa, le gustaba ese trabajo, era muy ameno de hecho, muchas veces aprovechaba para preguntarse cuál era su lugar en el mundo y escribir, pues muy pocos pacientes venían para pedir ayuda. Lo que no sabía es que aquel día era diferente.  

Al ser una persona abierta y extrovertida, o al menos eso era lo que mostraba, se llevaba bien con todo el mundo. Hoy le tocaba como técnico de ambulancias un compañero que estaba profundamente ido, pero es de esas locuras que te encantan y hacen a la persona muy especial. La verdad es que le tenía mucho cariño. Estaban hablando tranquilamente en la posta cuando dieron el aviso por el walky talky. Un intento de suicidio. Se le pusieron los pelos de gallina y los ojos empapados por lágrimas.  

– ¿Estás bien, Ailana? – le preguntó algo preocupado su amigo el técnico una vez en la ambulancia. 

– Sí, sí, tranquilo, ya sabes que esto es algo complicado para mí – le tranquilizó ella. Su madre había muerto unos años atrás, por fallo orgánico, a causa de una cirrosis hepática. La epilepsia y la anemia la llevaron a la depresión y eso al alcoholismo. Una forma muy sutil de hacer desaparecer la depresión y condenar su vida. Un suicidio lento, lo llamaron los médicos y los psiquiatras.  

– Lo harás bien. 

Le encantaba como, cuando había que ponerse serio y apoyar a sus compañeros, él era el primero que lo hacía con excelencia. Era un magnífico trabajador y amigo, sin duda, y eso la tranquilizaba. Respiró hondo y bajo del coche convencida.  

– Se ha tomado tres blísteres de ansiolíticos y antidepresivos – contaba el policía con mucha preocupación, aún no habían encontrado la mujer, pues se había escondido para tomar las pastillas y morir en paz.  

– Vale, voy a buscarla – dijo convencido mi compañero, la miró convencido y le dijo – quédate aquí.  

Cuando la encontró detrás de unos matorrales aún estaba viva, algo desorientada y obnubilada, pero viva. Cuando llegó, Ailana, algo asustada, le canalizó una vía con excelencia y administró un suero fisiológico con un goteo rápido, para eliminar lo más rápido posible la medicación. Tenían que ir rápidamente al hospital antes de que el organismo absorbiese los componentes y ponerle un análogo.  

– Dejadme morir – susurró la mujer con los ojos llenos de lágrimas – no quiero vivir. Quiero morir, dejadme morir, por favor. Ailana se quedó sin palabras, totalmente en blanco y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lloró 

– ¿Por qué quieres morir? – le preguntó con la voz ronca. Era una pregunta que le hubiese querido decir a su madre antes de que ella se fuera de su vida para siempre. Era su oportunidad de entender por qué alguien quiere morir cuando lo tiene todo.  

– Por qué soy una carga…  

– No eres una carga… 

– Dependo de todo el mundo, estoy todo el día triste y cansada, y no quiero hacer daño a mi familia. Quiero morir, dejadme morir. No quiero vivir así.  

Ailana miró la profunda tristeza, impotencia y desolación que mostraban sus ojos y su gesto de dolor, una clase de dolor que no se puede describir ni enumerar. En ese momento entendió el por qué su madre calmaba su dolor con la bebida. Y la perdonó. Perdonó cómo gestionó ese dolor que nadie puede entender, que te hace sentir inmensamente sola y que sientes que todas tus personas de tu alrededor estarán mejor si no estas tú. La perdonó y dejó de odiarla, y volvió a amarla después de cinco años desde su defunción.

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