El peor día de mi vida

Su voz se ha ido convirtiendo en su susurro, como el sonido del viento cuando choca con las hojas de un árbol, pero… aquel día lo recuerdo muy bien. Creo que lo recordaré tan nítido durante toda mi vida. Algo así… no se olvida con facilidad.

Papá me avisó que sería duro, pero no me esperaba que fuera tan impactante. Desde pequeña había tenido un amor muy especial y poco entendido por los hospitales, al fin y al cabo, deseaba que ese fuese mi lugar de trabajo… cómo han cambiado las cosas desde entonces.

Aquel día, odié a ese hospital y a esa unidad de cuidados intensivos con toda mi alma. Todo mi ser temblaba frente a aquella puerta, con acceso restringido y horarios limitados. No podía ver a mi madre siempre que yo quisiese… la verdad… era lo mejor. Lo entendí más tarde.

Recuerdo estar en la sala de espera, sin ventanas, pared blanca y unas cuantas sillas verdes. Yo prefería sentarme en el suelo, estaba más cómoda, me acercaba las piernas al pecho, así me sentía segura. A salvo. ¿De qué? De lo que había detrás de esa puerta… en una de las habitaciones.

Seamos sinceros, ella estaba allí por cirrosis hepática, su depresión… la condenó. Esa sala… esa habitación era su condena, y la mía ese día (y los que venían a continuación).

Las paredes de esa sala parecían acercarse entre ellas cada vez más, haciendo que esa habitación insípida y triste cada vez fuese más pequeña. Era muy agobiante estar sentado sin poder hacer nada, así que me levantaba a menudo para salir a fumar un cigarro con mi padre. A él también se le comían las paredes.

Llegó la hora. Eran las tres de la tarde, era otoño del 2014, no recuerdo muy bien qué día fue, allí pierdes la noción del tiempo y el espacio. Lo que recuerdo es que la ingresaron en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Teknon de Barcelona tres meses antes de su muerte. Murió en año nuevo del 2014. Menuda fecha… Me costó volver a celebrar ese día. No había nada que festejar…

Me paré en frente la puerta, mi padre y mi abuela ya habían entrado. Y me quedé, pasmada. Mirando.

Esa puerta doble, blanca como la nieve, de una pureza indescriptible era muy grande, o al menos esa era la impresión que me daba. Y demasiado blanca para ser el acceso a la imagen más perturbadora y dolorosa que se me ha quedado en el cerebro.

Levanté la mano, me tembló. Junté ambas manos y me las froté. No estaba nerviosa. Estaba aterrada, y mucho menos preparada. No sé cómo me armé de valor, aún hoy… no he podido responderme a esa pregunta. Entré.

Las enfermeras y auxiliares a cargo de esa unidad iban y venían con prisa, entrando y saliendo de las habitaciones. Algunos médicos hablaban con algunos familiares, otros estaban frente al ordenador para completar las historias clínicas de sus pacientes. Me gustó ver el ambiente. En ese entonces quería ser médico. Ese instante fue un respiro.

Un respiro necesario.

Una enfermera, vestida de blanco y con un gorro verde se acercó. Sin esperar la pregunta, le dije con un hilo de voz a quién iba a ver. Asintió seria y me llevó a la pequeña parcela de la unidad destinada a mi madre. Pocos sanitarios saben cómo actuar en estas circunstancias. Yo tampoco habría sido capaz…

Mi padre se acercó a mí al verme llegar. Ella… tapada con las sábanas, igual de blancas que las paredes, parecía estar plácidamente dormida. Aunque no por voluntad propia.

Había muchos monitores, cables, tubos y un pitido constante que indicaba la frecuencia de su corazón. Siempre me ha gustado ese ruido, es el sonido de la vida. Algo poco común… A mi me indicaba que aún no me había dejado.

Me acerqué.

Seguía amarilla, demasiado amarilla… Sus labios quebrados por la sequedad y manchados de restos de sangre estaban muy abiertos, tenían que dar paso a un amplio tubo. Su cuello, ligeramente hiperextendido, mostraba cómo bajaba hasta llegar a los pulmones. Eso le ayudaba a respirar. Su tórax subía y bajaba de forma demasiado rítmica… artificial… Su pecho, también amarillento, estaba decorado por unas pegatinas, allí ponían los electrodos para mostrar sus constantes vitales. Estaban estables. O al menos eso me había dicho mi padre.

Le acaricié la frente. Con dulzura pese a toda la rabia e impotencia que sentía cómo recorría cada parte de cuerpo, mis pelos se erizaron frente a la sensación… Su piel estaba caliente. Parpadeé para contener las amargas lágrimas que se me acumulaban por el lagrimal. Nunca lloré delante de mi familia, me sentía en la obligación de mostrar fortaleza. Pero… la realidad… es que cada vez que la acariciaba y no mostraba reacción, una herida se formaba en corazón. Hasta que se rompió… Mi corazón dejó de latir cuando lo hizo el suyo.

El doctor se acercó. Yo seguía sin poder apartar la mirada de mi madre, analizando cada parte de su cuerpo… Escuché vagamente cómo decía que le habían aumentado la medicación, por la noche se agitaba y las alucinaciones… Eso también lo recuerdo demasiado bien… cuando se despertaba… no sabía medir lo que era real a lo que era producto de su imaginación.

Recuerdo este momento como si fuera ayer, aunque… no duele. Simplemente… lo recuerdas, y ya está. He llorado un poco escribiendo esto, no os voy a mentir. Pero no sientes esa presión en el pecho, yo ya dije adiós y empecé un nuevo capítulo en mi vida. Lo superé. La muerte… se supera. Se acepta. Y cuando eres capaz de abrazar y aceptar este tipo situaciones, te vuelves invencible.

Ese fue, sin duda, el peor momento de mi vida. Un momento que ya no existe, que ya no me persigue.

Yo ya no recuerdo a mi madre amarilla. Ni conectada a un respirador. La recuerdo cómo en los vídeos que grababan cuando era pequeña.

Sonriente. Brillante. Feliz.

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